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Un corazón

Por Orlando Meneses Henao

“Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en cristo Jesús” (filipenses 2:5).


El sentir de Dios desde el principio, fue tener un grupo de hombres y mujeres que lo adoraran y le sirvieran. Creó Dios al hombre rodeándolo de bendiciones y privilegios, pero dónde encontrar la respuesta a la pregunta, ¿cómo un Ser tan sublime creó un ser tan frágil para querer tener una relación con él? Humanamente no hay respuesta, solo sabemos que el corazón de Dios es tan profundo que únicamente Él pudo hacerlo, Él quiso compartir la eternidad con el hombre.


“Entonces Jehová Dios formo al hombre del polvo de la tierra, y sopló en su nariz aliento de vida, y fue el hombre un ser viviente” (Génesis 2:7).


A pesar de todo este grande amor, el hombre pecó delante del Señor y se perdió la relación que experimentó como un privilegio por parte de Dios. Sin embargo, el sentimiento en el corazón del Ser supremo sigue firme.


Con el llamamiento de Abram nace el pueblo de Israel, una nación con un sentimiento hacia Dios, entregándoles un pacto, unas promesas y sobre todas las cosas el conocimiento de un Único Dios, “Y haré de ti una nación grande, y te bendeciré, y engrandeceré tu nombre, y serás bendición.


Bendeciré a los que te bendijeren, y a los que te maldijeren maldeciré; y serán benditas en ti todas las familias de la tierra.” (Génesis 12, 2-3).


Sin embargo, a pesar del gran amor de Jehová para con su pueblo, éste se apartó de su pacto, cambió su gloria por otros dioses, en principio el pueblo recibió la recompensa de su extravío en la cautividad, nuestro Señor guardó silencio por un largo tiempo y llegado el cumplimiento del su Palabra se hizo efectivo el plan de redención; Dios fue manifestado en carne, su corazón fue sacrificado en una cruz y su amor llegó a la cúspide derramando su sangre por amor a la humanidad.


Con la obra redentora nace el nuevo pacto. Se estableció el hecho más grandioso sobre la historia de la humanidad; la presencia de Dios habita en los corazones de quienes creen en Él. Durante más de 2000 años en el corazón de la Iglesia se ha movido el Espíritu Santo y se ha impregnado el sentir que Dios quiere que haya en nosotros.


“Y les daré un corazón, y un espíritu nuevo pondré dentro de ellos; y quitaré el corazón de piedra de en medio de su carne, y les daré un corazón de carne” (Ezequiel 11:19).


La Biblia declara que la Iglesia primitiva era unánime para orar, tenían las cosas en común y nadie tenía como suyo nada.


“Todos los que habían creído estaban juntos, y tenían en común todas las cosas. Y perseverando unánimes cada día en el templo, y partiendo el pan en las casas, comían juntos con alegría y sencillez de corazón” (Hechos 2:44; 46).


Cuando la Iglesia se reúne en unidad cumple el propósito de Dios, ser uno con Él. La Iglesia es el fruto del corazón de Dios, es el producto de su sacrificio, por eso hoy más que nunca debe cumplirse lo que dice su Palabra: “Y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón” (Marcos 12:30). Debemos entender que separados de Dios nada podemos hacer.


Una Iglesia que ama es una Iglesia unida y es por ello que hoy debemos seguir unidos, permanecer en la doctrina, predicar al único Dios verdadero y ser testimonio para el mundo. “Con toda humildad y mansedumbre, soportándoos con paciencia los unos a los otros en amor, solícitos en guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la Paz; un cuerpo, un Espíritu, como fuisteis llamados en una misma esperanza de vuestra vocación, un Señor, una fe, un Bautismo, un Dios y Padre de todos, el cual es sobre todos, y por todos y en todos” (Efesios 4. 2-6).

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